martes, 7 de octubre de 2008

REMEMBRANZAS DEL AYER

Estelí, 15 de Enero del 2008

A: Jorge Calderón

Después de leer unos recuerdos juveniles de mi buen amigo intelectual y poeta ocotaliano, Jorge Calderón, no pude menos que hacer un repaso de los míos y me dije: Intentaré hacer algo semejante porque veo que es un bello tema y no debe dejarse en el olvido esas vivencias tan extraordinarias y de tanto significado existencial para los que pasamos por pueblos similares y tenemos memorias de esas experiencias.

La juventud de nuestros días no tiene ni idea de lo que se vivió en esos tiempos, ellos pasan inmersos en la comodidad que les brinda la modernidad y ni siquiera el segmento desposeído de estas doradas épocas puede imaginarse algo parecido; cuando se narran recuerdos del inmediato pasado se cree que son exageraciones o fantasías de viejos chochos.

La generación anterior a la mía y parte de la mía, los de las décadas de los 20 y 30, sin haber diferencias por motivos económicos, nacieron en una aldea sin luz eléctrica y sin agua potable, había que alumbrarse con candelas, candiles o lámparas tubulares de kerosén y en el área rural, en su gran mayoría con candela de sebo de fabricación familiar, candiles y achones de ocote o fogatas de leña seca. Años después, para la gente pudiente, llegaron las lámparas de carburo y las de gasolina, también se comenzó a usar el foco o lámpara de mano con pilas. Si se dice que sin luz eléctrica, debe imaginarse que también no había radio receptores, televisores ni refrigeradoras, el esteliano conoció el fonógrafo (toca disco de cuerda o bitrola) y el hielo, en ferias que en ese tiempo se hacían en el poblado de la Trinidad, (puerto de montaña) municipio de Estelí, donde anualmente arrimaban doscientas carretas o más, tiradas por bueyes, llegaban de la Ciudad de León, transportando toda clase de mercaderías (piochas, palas, machetes, barras, sal, azúcar, telas, cacao, arroz, chamarras, kerosén, focos, mecates, hamacas, sobreros, capotes, zapatos, lámparas tubulares de kerosén o gasolina, botas, sobrebotas, rastrillos, clavos, grapas, alambre de púa, medicinas, Kola Chaler y otros sin número de cosas necesarias para el pasar de la población) estas mercancías se vendía a los segovianos que bajaban año con año a realizar toda clase de compras para surtirse temporalmente y echar una cana al aire en las diversiones de la fiesta anuales triniteña.

En las casas de la aldea eran muy pocas personas las que se daban el lujo de tener escusados de ponpón (letrinas) y en el campo eran inexistentes, el papel higiénico ni se imaginaba, se iba a hacer la necesidades llevando olotes, piedras escogidas para el caso, hojas de arbustos u hojas de revistas viejas, buscando un árbol frondoso o matones grandes que lo escondieran de miradas indiscretas, la caca se la comían los chanchos que adivinando las intenciones del apurado, le seguían al lugar escogido y tenía que, en el momento del defeque, usar azote o lanzarles guijarros para espantarlos. El poeta campesino, don Víctor Benavides, santacruceño, hizo un cuarteto para recordar la estampa de esos momentos:

Hermosa flor de piñuela
adorna la soledad del cerote;
que triste es ir cagar
y limpiarse con un olote.

Por las noches, los parroquianos orinaban en bacines o bacinillas y si la necesidad obligaba defecaban en ellas, durante las horas nocturnas sus emanaciones aromaban los dormitorios y por las mañanas había alguien que era encargado de sacar los bacines, lavarlos con jabón de chancho fregándolos con la punta de una tuza y dejarlos secándose al sol; era una tarea que nadie se prestaba voluntariamente a realizarla.


El aseo de los dientes se hacía con sal y carbón frotándolos con el dedo índice en la dentadura (no habían cepillos de dientes, y de desodorante se usaba el jugo de limón con bicarbonato, también frotándoselo en las axilas con los dedos de la mano. Escasos hogares tenían posos, la mayoría de la gente sé hacia del agua trayéndola del río o de la quebrada, en muchos caso solicitándole agua al vecino propietario de poso; la extracción del líquido en los posos era un poco complicada, tenían alrededor veinte varas de profundidad yla extracción se hacía mediante un carrete donde deslizaba el mecate que guindaba el balde y se halaba a pulso o con malacate que facilitaba la tarea. Pasado un poco de tiempo, hubieron familias económicamente solventes que pudieron instalar posos con aeromotores que llenaban de agua varios barriles que se ponían a una altura suficiente como para que la casa tuviera agua potable por tubería y, algunas de éstas casas pudieron instalar pequeñas plantas de generación eléctricas y alumbrarse con luz triste de bombillos incandescentes.

La primera refrigeradora de kerosén la trajo don Alfonso Lovo Moncada, donde su señora doña Esperanza Cordero de Moncada hizo y vendió al pueblo los primeros popcicles que los hacía de leche achocolatada o de diferentes sabores de frutas. El primer radio receptor de batería lo trajo a la aldea el Dr. Humberto Rodríguez cuando regresó como médico graduado en Guatemala, Nicaragua todavía no tenía universidades. Cada vez que se instalaba un aparato moderno era una verdadera novedad en el poblado.

Las calles de Estelí no conocían el empedrado, mucho menos el adoquín o el pavimento, no existía el encunetado y eran de tierra y piedra suelta, en el verano reinaban las horribles polvaredas y en el invierno los terribles lodazales que cuando eran azotados por corrientes de viento, despedían aquel mal olor penetrante de mezcla de tierra con mierda y orín de vaca, perro, gato, chancho, caballo, gallina y agua sucia; por algunas calles corrían peligrosas correntadas a semejanza de ríos crecidos y la chigüinada salía de sus casas a poner sobre las corrientes barquitos de papel y a chapalear lodo los más atrevidos. El invierno traía para los jóvenes la particularidad de los grandes pegaderos en calles y plazas, que invitaban a competencia de zancos, era muy emocionante ver a los cipotes subidos en sus zancos e intentado derribarse unos con otros, el que caía salía embadurnado de lodo, orín y mierda hasta la coronilla; para cruzar de una acera a otra se ponían, sobre piedras no firmes, tablones no tan seguros, donde la gente pasaba guardando un equilibrio precario, a veces caían irremediablemente dentro de aquellos tremendos charcos de naturaleza ya definida y cuando podían salir, lo hacían chorreando agua sucia y lodo por todos lados. En memoria de estas particularidades de mi pueblo hice una tarjeta de presentación:


TARJETA DE IDENTIFICACIÓN

Paredes: Verde claro.
Cielo: Azul, blanco y azul.
Piso: Charco piedra y barro.
Señales particulares: Andan siempre con catarro.

Por las constantes y bruscas variantes del clima, en Estelí, la gente padecía mucho de refrío.

A demás de los habitantes del lugar, los otros transeúntes eran ganados bovino, porcino, caballa, perros y gatos de toda clase y gallinas en grandes cantidades. También se transitaban con carretas tiradas por bueyes y carretones halados por hombres, de repente y con frecuencia aparecían cruzando el pueblo numerosas recuas de astados, caballos o mulas, la gente se refugiaba entrando a sus casas y cerrando las puertas. Como daguerrotipo de este Estelí, mi padre José Floripe Valdivia escribió un soneto que reza así:

ESTELI

AI pie de una altiva montaña azulada
y al par de un riachuelo que parte de allá,
que peina sus crenchas en rauda cascada,
a su murmurio duerme la ciudad...

Al Este, sonriente meseta soleada,
do se ve el ganado pace en el gramal;
enfrente, una agreste montaña elevada
mitiga los rayos del sol estival.

Florida campiña sobre una planada,
idílica, tiende su manta bordada,
como una muchacha que luce mandil

y sólo interrumpe la calma extasiada,
el trote monótono de alguna vacada,
al toque de cuerno de un mozo cerril.



Los pisos de las casas eran de tierra, eran contadas con los dedos de la mano las que lucían ladrillo artificial, algunas tenían tambo de madera, este tipo de piso hacía sufrir a los habitantes juveniles de las casas, pues cuando se safaban centavos de las manos y caían en la entablonada, las monedas corrían sobre las pistas tablares hasta penetrarse en una de las rendijas o separación que había entre tabla y tabla, en ese tiempo los centavos valían, tenían fuerte valor adquisitivo y ver perderse una moneda en la abertura de las tablas del piso era tragedia. Luego venía el trabajo de querer recuperar el tesoro, valiéndose de palitos delgados, con cera de abeja en una de las puntas, se intentaba hacer el rescate, habían ocasiones en que se lograba, pero la mayoría de las veces era esfuerzos en vano, ciertas veces la moneda u objeto a rescatar ya venía saliendo de la rendija y ahí, por temblor en el pulso del que estaba realizando la operación, se desprendía sorpresivamente y volvía a ir a para de bajo del piso. Los pisos de tierra, por motivo de la pasadera, se ponían disparejos, entonces venían los embarros a emparejar, eran remiendos que se hacían poniéndose en cuclillas y usando las manos como cuchara de albañil; se cernía tierra de la buena para que quedara fina y sin terrones, se mezclaba con ceniza o cal, haciendo un lodo blanquizco que se embadurnaba buscando la nivelación del espacio, los embarros dejaba los pisos muy parejos y bonitos, era una verdadera obra de arte el hacer aquel trabajo tequioso pero necesario.

En los vecindarios del poblado había personajes especialistas en contar anécdotas de toda clase, sobre todo de miedo; al inicio de la noche, los vecinos acostumbraban a formar rueda de escuchas alrededor del cuentista, a la luz de achones de ocotes, las narraciones llegaban, más o menos, hasta las ocho de la noche, lo terrible era el regreso a cada una de las casa de habitación después de escuchar aquellos cuentos de horror y tener que recorrer los trechos de calle oscuros y montosos padeciendo de aquel miedo contagiante y terrible.

Había algunas señoras más o menos instruidas que enseñaban a leer a ciertos niños de familias pudientes del poblado; no había hospital, escuela pública, ni casas de sanidad, pero si existía “el bajío” o “zona roja” donde hacían su oficio ciertas mujeres que se dedicaban a vender su cuerpo, por lo regular eran feas, desarregladas y sucias, eran tres o cuatro hembras que vivían en unos cuartuchos hechos de tablas viejas mal unidas que dejaban unas rendijas por donde los chigüines vecinos espiaban las maromas de los clientes que llegaban a buscar el servicio del cariño mercado; en su interior había una cama destartalada, un fogón de tres piedras para cocinar ubicado en el rincón de la pieza, dos “patas de gallina” rencas para sentarse, una tabla costanera puesta sobre algo para poner dos tinajas y una mesita de centro pintada con sapolín de color indefinido; ahí llegaban los jóvenes afiebrados o viejos leña verde a comprar el servicio del amor que ofrecían las putas, valía muy poco la montada pero a veces los muchachos no tenían como pagar, entonces dejaban empeñado carteras, fajas, cadenas o anillos, lo que se desempeñaba cuando se conseguían reales. El servicio era de lo más simple, después de cobrar lo debido, la mujer, sin más ni más, se tendía boca arriba y con las piernas abiertas sobre la cama o tijera desarreglada, urgía a que el cliente la montara para fornicarla, cuando este terminaba (se iba) ella le pegaba dos nalgadas diciendo: “a volar joven” que viene otro, la puta se bajaba de la cama y en cuclillas se enjuagaba el gancho sobre una pana de agua que tenía lista de antemano y pedía que pasara el próximo. Esto, aunque parezca de muy mal gusto y desaseado, así era y mucho parroquiano era usuario del servicio. Me contaba un conocido que, él y un amigo, un Sábado de Gloria, sentados sobre unas piedras que habían en el parque frente a la iglesia, para no hacerse polvo, esperaron que las campanas dieran “el toque de gloria” para salir en carrera hacia el bajío, pero que cuando llegaron al cuarto de la puta ya había fila de gente esperando le atendieran. Muchos de los usuarios de esta modalidad sexual salían “pegados” (infectados) de enfermedades venéreas como el chancro, cresta de gallo purgación, asco y gonorrea, a los que padecían cinco al mismo tiempo, les decían que andaban con “escalaría en flor”; no había penicilina y se trataban con inyecciones de Salvarsán, pero lo más común era tratarse con piedra de carburo (una piedra que al ponerle agua hace combustión) y piedra azul, (una piedra que al ponerle agua se hace un ácido que utilizaban en las baterías que usaban en las oficinas de telégrafo) Me contó un amigo que una vez a él le curaron un “creta de gallo” quemándola con un clavo al rojo vivo.

Por las noches, hasta cierta hora, se iluminaban las calles del poblado con lámparas tubulares de kerosén colgando en los dinteles de las puertas de las casas, como el foco de baterías era de muy escaso uso, la gente que tenía que salir forzosamente a mandados nocturnos, lo hacía alumbrándose con achones de ocotes, era curioso ver a personas caminando deprisa, embozadas en chamarras para protegerse del frío de la noche y con un achón de ocote en la mano, eran estampas fantasmales.

El primer automóvil que se movilizó por esas avenidas, fue un Ford 28, lo trajo el simpático y magnífico ciudadano chino don Benjamín Lau, la llegada de ese aparato motorizado fue más que día de fiesta en la comunidad, todo el mundo lo quería ver y los más atrevidos se arrimaban valientemente a tocarlo.

Los viajes a Managua se hacía a caballo, saliendo primero hacia Punta de Rieles del Sauce, allí se agarraba el tren que emprendía el viaje para León y después para Managua; algunos baqueanos conocedores de caminos de atajo, salían montados en bestias, mula o caballo, hacia San Francisco El Carnicero, ahora San Francisco Libre, de allí se tomaba una lancha que cruzando el Lago Xolotlán llegaban al muelle del Barrio de los Pescadores en Managua, el regreso al pueblo se hacía de la misma forma, nada más que al revés. Era muy poca la gente que tenía algo que realizar en Managua, pues las mayorías de las operaciones comerciales y sociales se hacían con la Ciudad de León.

Las camas que se usaban, generalmente eran tijeras o cuadrantes de madera forrados con tejidos de tiras de hule, cuero y cabuya, o un solo forro de cuero crudo que era puesto mojado y tilinte, cuando se secaba quedaba tan tenso que golpeado con los dedos de la mano sonaba como tambor. De asiento se usaba la pata de gallina o el taburete, en algunas partes tenían sillas forradas con tejidos de mimbre, tanto las sillas como las camas y las tijeras se llenaban de jelepates, insecto chupador de sangre que picaban tremendamente al que se acomodaba sobre el mueble, los días sábado se ocupaban para sacar al patio este mobiliario y bañarlo con agua hirviendo para librarlos de esos maléficos animales.

El primer cine que hubo fue cine mudo, lo trajo don Tomás Castillo, los asistentes llegaban con un mozo que cargaba el asiento, tenía que llevar sus sillas para ver la película con comodidad, después, mudo también, se instaló el de don Hilario Montenegro quien fue el que más tarde trajo el cine sonoro e hizo un buen edificio para el negocio cinematográfico, se llamó Teatro Montenegro, lucía un amplio escenario y ahí se hacían las veladas benéficas donde participaban los artistas del pueblo o se presentaban espectáculos varios, realizados por actores o magos venidos de la Ciudad Capital, en esas funciones se conoció a los ilusionistas Moncrief, Fuller y al magnífico humorista, contador de chistes, el serio Berdager. Las películas más demandadas eran las mexicanas, se veían películas del cine gringo, pero las más populares eran las rancheras, El Peñón de Las Ánimas, con Jorge Negrete y María Félix dejó en el pueblo una influencia machista en hombres y mujeres que duró muchos años. Hay que decir que el cine, además de los circos que llegaban, era la única diversión nocturna sana que gozaba la comunidad.

Las plagas de insectos caseros como las niguas, (que rico era rascarse una nigua en el petate de la cama) estos animales se extraían con agujas de espino blanco, las pulgas, los jelepates, las ladías, (los afectados se dormía rascándose los huevos satisfaciendo la picazón que proporcionaban estos jodidos insectos) los zancudos, los piojos, las liendres, las garrapatas, pulga de perro y mazamorra (especie de hongo en los pies); era raro el muchacho de esos tiempos que no sufriera los ataques de estos animalitos insignificantes pero tremendamente molestos y dañinos; habían jóvenes que andaban completamente infectados por estas endemoniadas plagas. También existieron otras plagas con fiebres altas como la viruela, que dejaba señas en el cuerpo, la rubéola, la tifoidea, la sífilis, el sarampión, la chifladora y la topa, que dejó estéril a muchos hombres; los orzuelos, los diviesos, los mezquinos; males de la piel como el carate, tiña, la sarna, el paño blanco, las espinillas y los barros que hacían sufrir tanto a los adolescentes.

Las distracciones de la juventud eran los juegos de conjuntos como la con chibolas (maules), el boliyoyo y el tiro libre; la con trompos y tiro libre; los zancos, el omblígate (tan peligroso, muchos dejaron sus dientes en el suelo cuando se iban de boca sobre la calle empedrada) el aceite, la bola de oro, cuartel inglés, arriba la pelota, saltar cuerda, prenda, rayuela, pisisigaña, jack, elevar lechuzas o papalotes, competencias de carreras, tarzanadas en árboles de las casas de habitación como el trapecio imitando los riesgosos ejercicios circenses, que dejaron mucho jóvenes quebrados y con defectos en las piernas o en los brazos. Los circos tenían un atractivo único, la gente buscaba como asistir a las funciones a como diera lugar, yo era fanático del circo, me encantaba ir a ver a Francis Chávez, regia contorsionista hija de Firuliche, payaso extraordinario y dueño de la carpa. Una vez me enamoré de una cirquera gringa, del “Circo Americano” tuve propósito de irme con la carpa, pero mi mamá, socorrida por la nada bien recordada Guardia Nacional, me fructuó el plan, mas quedó como memoria de esa aventura truncada un poema que le hice a mí linda y adorada trapecista:

MAROMERA

Gitana americana, con pelo de melcocha,
tu cuerpo es alimento de mil pupilas flacas
hambrientas de tus formas.-

Americana gitana, que de melcocha es tu pelo,
te quiero horizontal, vertical y curva...
Alada en el trapecio, reptílica en la alfombra.-

Gitana sin castañuelas
y que no lloras canciones,
en vez de pulsar guitarras,
pulsas, pulsando cuerdas, fibra de corazones.-

No tienes pelo azabache,
no tienes los ojos negros
ni cantas La Macarena,
pero eres gitana, gitana de cuerpo y alma,
alma y cuerpo americana.-

Con carpetas de sonrisas cubres tus desazones,
y en la maraña del pelo, esas hebras de melcocha,
llevas, linda gitana, cementerio de ilusiones.-

Había equipos de balón cesto, balón pie y béisbol, pero este último se jugaba con guantes de lona y bolas hechizas hechos por los mismo jugadores, no existían las manoplas ni bolas spolding, yo tengo uno de estos guantes guardado como precioso recuerdo; también se practicaba béisbol de dos bases (hand ball) con bola de hule y a mano pelada, algunos jugaban béisbol inglés, era entre dos, consistía en que uno chocaba la bola de hule contra la pared de una casa y al rebote era esperada por el otro; se jugaban muchos juegos que en este momento no acuden todos a la memoria.

Se vivía dentro de una comunidad sencilla, buena y acogedora, toda su gente, ricos y pobres, se trataba como familia, se era solidario en tristeza y alegrías, si alguna ama de casa hacía algún platillo especial, le mandaba a las amistades del vecindario y este gesto era correspondido con otros platillos especiales, tal que, con frecuencia recorrías las calles, almíbares, motajatoles, mal me sabe, buñuelos, indio viejo, sopas de cuajadas, sopones de carne de res, guisos de chilotes, atoles de elote tierno, elotes tiernos asados o cocidos, escudillas con hojaldras, rosquillas y hojaldras, fueron motón de platos que significaban la ricura de las mesas de nuestros mediatos antepasados.

Los jóvenes no usaban calzoncillos (andaban cañambuco) ni camisolas y los pantalones en gran número eran chingos y brinca charcos, hasta entrada la edad de la adolescencia se lucía el calzón largo y en ciertos casos el calzoncillo; las calzonetas no se conocían y en los viajes a bañarse a las posas del playón, la peñitas, o San Lázaro, todos lo hacían en cuero, totalmente en pelota, sin haber por eso maledicencia alguna. De mi época hubo magníficos nadadores y chumbuluneros, entre muchos se puede recordar a Carlos Pérez (machetío), José Irías (chuío) Mercedes Zamora (carioca) y Rigoberto Castillo (el zurdo), no existía trampolines y los chumbulunes se hacían lanzándose de las ramas de los árboles de la orilla del río o meciéndose en bejucos de quiatas. Otra de las travesuras que se hacía en los viajes al río era, en grupo, hacerse la paja (masturbarse) tres o cuatro muchachos se ponían en competencia a ver quien lograba echar primero la cavadura (el semen), también así se desvirgaban los vírgenes, ahí dejaban el frenillo (circuncisión) mediante las primeras masturbaciones, y era muy divertido verles la cara de miedo y sorpresa que ponían cuando veían las gotas del sangrando. En su mayoría la gente era descalza, era una minoría la que usaba zapatos.

Toda la ropa de la comunidad se lavaba en el río, sus orillas estaban tachonas de piedras grandes y firmes que bien acodaladas servían de magníficos lavanderos, donde las mujeres dedicadas a este oficio se ponían a sacar tareas con ropas que les daban a lavar, era bonito ver aquellas mujeres en fila perfilando la rivera del río, semidesnudas, unas bellas y otras feas, unas flacas y otras gordas, unas blancas y otras negras, por lo regular en horas de la mañana, cumpliendo su tarea de lavanderas de ropa ajena. Ellas restregaban ropa en las piedras y platicaban, allí se oían todos los aconteceres del poblado, pues estas mujeres iban a los hogares a recoger la ropa que lavarían y después a entregarla, en esa actividad platicaban con la señora de la casa y con algunas domésticas y se enteraban de lo que estaba sucediendo en cada una de las familias del pueblo; en el trajín del lavado compartían su información y entonces se conocía todo los sucesos alegres o infortunados de la población. La ropa lavada la tendían sobre el empedrado del río y en los alambres de púa de los cercos de potreros, era muy bonito ver aquel machón blanco que se perfilaba a la orilla de la corriente.

Eran tiempos mejores para vivir en armonía con la naturaleza y la sociedad, población pobre, humilde, sincera y servicial, donde no hubo caracteres hostiles que pensaran específicamente hacer daño a su vecino, la tónica general era la ayuda y asistencia mutua en todo, donde se aplicaba aquel dicho “donde hay hombres, no mueren hombres”

Fue un pasado que parece distante pero que en realidad está a la vuelta de la esquina, referirse a este tema es como contar cuentos de Pancho Madrigal, pero son cosas que no hace mucho la vivieron nuestros abuelos, nuestros padres y que en cierta forma la vivió nuestra generación.

Estas no son simplemente recordaciones del ayer, dentro de estas crudas realidades, en la comunidad había estratos sociales muy definidos, existía una ínfima minoría de hogares con alguna holgura económica que vivía en condiciones más o menos bien, tenían vivienda regular, algunos muebles pintados con sapolín barnizados y enseres de cocina, también animales domésticos y un número modesto de ganado bovino y caballar, contaban con carreta, arado y herramientas para los trabajos del campo, eran en cierto modo acumuladores primitivos ya poseedores de medios de producción, principio inequívoco de los capitales del momento. En escala descendente estaban los que se identifican como clase media (ni chicha ni limonada) artesanos y oficinistas, pero la gran mayoría sufría condiciones paupérrimas, sin trabajo fijo o seguro, mal vestidos y en ranchos desvencijados para protegerse en lo que pudieran de los embates del tiempo, hombres mujeres y niños y niñas, que vivían amontonados por ser familias numerosas, eran horribles promiscuidades con sus desastrosos efectos. A otros niveles, esta contradicción se mantiene a la fecha y se mantendrá hasta que se mande al traste el sistema social en que nos desenvolvemos.

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